La nueva ley de religión es la ocasión para proclamar la laicidad pendiente del Estado y poner fin a la confesionalidad encubierta - Todas las iglesias lamentan el secretismo del Gobierno
JUAN G. BEDOYA . EL PAÍS.
¿Por fin la culminación de la transición religiosa? ¿Una vía hacia el modelo laicista francés? ¿O es sólo un cambio para que todo siga igual? Las declaraciones del ministro de Justicia, Francisco Caamaño, sobre la inminente reforma de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa han disparado las especulaciones. Algunos temen que se desate una nueva guerra de los crucifijos, e incluso que peligre la paz religiosa. Otros dicen que ya es hora para esa reforma. Y muchos recelan. Han colmado sus decepciones en los últimos años y creen que el Gobierno carece de coraje para llegar al fondo en la proclamada aconfesionalidad constitucional del Estado español.
¿Por fin la culminación de la transición religiosa? ¿Una vía hacia el modelo laicista francés? ¿O es sólo un cambio para que todo siga igual? Las declaraciones del ministro de Justicia, Francisco Caamaño, sobre la inminente reforma de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa han disparado las especulaciones. Algunos temen que se desate una nueva guerra de los crucifijos, e incluso que peligre la paz religiosa. Otros dicen que ya es hora para esa reforma. Y muchos recelan. Han colmado sus decepciones en los últimos años y creen que el Gobierno carece de coraje para llegar al fondo en la proclamada aconfesionalidad constitucional del Estado español.
Las disputas sobre la masiva presencia de símbolos católicos en los colegios públicos son la historia de nunca acabar. En realidad, encubren un debate más amplio: el de la confesionalidad encubierta del Estado español, muy visible en ocasiones. En muchos aspectos, el férreo nacionalcatolicismo franquista sigue vigente, pese a lo acordado por la Constitución de 1978. Ocurre cuando el presidente del Gobierno y los ministros toman posesión de sus cargos ante un vistoso crucifijo, o cuando asisten a ceremonias católicas que son calificadas oficialmente "de Estado"; también cuando el Gobierno socialista acuerda con la Conferencia Episcopal un nuevo y más generoso sistema de financiación pública para el culto y el clero católicos, marginando al resto de las confesiones, que cuentan ya con varios millones de fieles en España.
La reforma religiosa anunciada cuenta con muchos apoyos, pero también con reticencias. La primera crítica se refiere al procedimiento. No hay información; nadie sabe cómo se está gestando. Es la queja de Mariano Blázquez, secretario ejecutivo de la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España (FEREDE). La Dirección General de Relaciones con las Confesiones Religiosas, del Ministerio de Justicia, pidió opinión a este dirigente protestante, hace algo más de un año, sobre la oportunidad de cambiar la ley y sobre los asuntos a tocar. No ha vuelto a tener noticia, pese a remitir casi a vuelta de correo sus opiniones. Lo mismo le ha pasado al resto de los líderes de las confesiones que cuentan con la declaración oficial de "notorio arraigo".
"Desconocemos cuáles son los criterios del Gobierno y nuestro temor es que no se afronten los verdaderos problemas estructurales del sistema de libertad religiosa. Si se cambia la norma, lo mejor sería un consenso generalizado, sobre todo si deseamos no romper la paz religiosa que es clave para la futura paz social", añade Blázquez.
También se queja de "falta de información" la Iglesia católica española, representada en la Comisión de Libertad Religiosa del Ministerio de Justicia por el jurista y sacerdote Silverio Nieto. La confesión mayoritaria se siente "algo más que una invitada de piedra". Los obispos no se hacen ilusiones, pese a afirmar, en un principio, que la nueva ley de libertad religiosa no les afectaría "en absoluto", amparados por el concordato firmado en Roma en 1979. Ya no están tan seguros.
La mera proposición de la reforma le parece a la jerarquía del catolicismo "un acto de prepotencia", un paso más en lo que el arzobispo emérito de Pamplona, Fernando Sebastián, llama "el laicismo intransigente". Sebastián, uno de los grandes cerebros del episcopado español, sostiene que "los partidos y asociaciones de izquierdas piensan que lo público tiene que ser laico".
Sería decepcionante que el debate previo de tan importante reforma se centrase en una supuesta guerra de crucifijos. Además, no sería la primera. Ya hubo una, muy airada, en 1977, cuando el presidente de las nuevas Cortes, el católico Antonio Hernández Gil, retiró el crucifijo de su despacho oficial. El general Franco, cruzado nacionalcatólico, había muerto hacía dos años. También surgió una gran trifulca cuando el director de Radio Nacional en 1982, Eduardo Sotillos, suprimió el rezo del ángelus al mediodía, y eso que mantuvo una sintonía de campanas y la siguiente locución: "Con las campanadas del mediodía, Radio Nacional recuerda a sus oyentes católicos que es la hora del ángelus".
Parecería que por las cuestiones que afectan a la relación entre un Estado laico y las creencias de sus ciudadanos no hayan pasado los años. En la execración episcopal contra toda reforma que equipare derechos y deberes de las religiones impera la vieja proclama del Catecismo Patriótico Español, de lectura obligatoria durante décadas en las escuelas públicas y privadas. Para argumentar por qué España había llegado a ser "Una y Grande", reproducía casi al pie de la letra el famoso texto de Menéndez Pelayo sobre la "unidad de creencia" como partera de la España que fue una vez "luz de Trento y espada de Roma".
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